martes, 4 de agosto de 2015

La redención de los perdedores

Por Sergio Sinay

Una reflexión sobre cómo la novela negra acoge a los fracasados y, de la mano de ellos, explora las profundidades del alma humana y las sombras de la sociedad

(Texto presentado en el Festival Buenos Aires Negra, agosto de 2015)


     

     Uno de los comienzos más potentes, breves y significativos de la literatura universal de todos los tiempos es el de Anna Karenina, de León Tolstoi. Se dice allí: “Todas las familias felices se parecen entre sí, las infelices lo son cada una a su manera”. El gran maestro ruso declaraba entonces quiénes le interesaban, a quiénes se iba a dedicar. A los infelices. Ana Karenina fue publicada en entregas desde 1873 hasta 1877 y en ella Tolstoi acompaña la caída de sus personajes en una parábola inevitablemente trágica.

   Medio siglo más tarde, el crack económico del año 29, con epicentro en Estados Unidos, terminaría de hacer añicos lo que ya se había empezado a derrumbar con la Gran Guerra de 1914 a 1918. El ensueño de un mundo feliz, en continuo progreso hacia la luminosidad, que se había comenzado a gestar en el siglo XVIII con el Iluminismo y se consolidaría con la Revolución Industrial en el siglo XIX. Con ese ensueño había echado raíces profundas el capitalismo. La Gran Crisis con bancarrotas bancarias, embargos masivos, pérdidas de empleos y de propiedades y suicidios seriales (nada que resulte ajenos a millones de ciudadanos del mundo en las décadas iniciales del siglo XXI), puso en evidencia la cara más impiadosa del capitalismo, pero no terminó con él. Simplemente lo impulsó a nuevas formas organizacionales y empresariales. Estas cobraron impulso, extensión y poder: el crimen organizado y el gangsterismo. Hoy sabemos que llegarían para quedarse y no solo en Estados Unidos. Mientras ese fenómeno corroía los mecanismos de la economía, de la política, y de la justicia, también envilecía las relaciones humanas y fogoneaba formas primitivas de la supervivencia. Un caldo de cultivo propicio para que se cocieran en él las pasiones más oscuras.
     La novela negra nació en ese lecho. Vino a dar cuenta de los paisajes sociales en general y humanos en particular que surgían de aquella erupción. Donde la novela policial clásica había brindado héroes eruditos, ingeniosos, imbatibles en el arte de la deducción, al que dedicaban casi todo el tiempo de sus vidas acomodadas, la novela negra parió, como bien lo dijo Ross MacDonald, uno de sus más entrañables cultores y padre del detective Lew Archer, antihéroes desclasados, insomnes, desesperanzados, desechos de la democracia, que hablaban el lenguaje áspero de la calle.
Trajo a los que ganaban jugando por fuera de todos los reglamentos. Pero sobre todo   trajo a los perdedores. A los que se hunden aferrados a una ética, su único capital, los que, condenados a un final infeliz, que marchan hacia ese final abrigados por los principios morales de los que carecen los vencedores. Dorothy Uhnak, autora de La investigación y El crimen del Bronx, que basó su carrera de escritora en su experiencia de 15 años como detective de la policía de Nueva York, explicaba cómo intentaba establecer una conexión entre la vulnerabilidad de sus personajes y la de sus lectores. Es decir, entre aquello que ambos tenían de humanos. Y no escribía desde la teoría. En 2006, a los 76 años, fue encontrada muerta a causa de una sobredosis.
      Ella, como tantos autores del género, podrían glosar a Tolstoi y decir: “Todos los ganadores se parecen. Los perdedores, en cambio, lo son cada uno a su manera”. Los ganadores son unidimensionales, emiten un brillo cegador, se mueven en una claridad que aplana los colores y los matices, como el sol del mediodía en pleno desierto. Se rodean de espejos y cuando observan alrededor no miran a nadie, solo ven el reflejo de su propia imagen.

La negrura de la sombra
     La novela negra es negra porque sus historias transcurren en la oscuridad de los escenarios reales de la vida. Y es negra porque se nutre de aquello que Carl Jung definió tan bien como la sombra. Esa parte de cada uno de nosotros que permanece en la penumbra (o a menudo en la absoluta cerrazón) mientras nuestra máscara, eso que llamamos personalidad, carácter o identidad, sale al escenario. Pero, así como en el teatro griego la máscara (que en ese idioma se llamaba persona) ocultaba al actor, en la vida real la verdad de cada individuo se esconde detrás de la personalidad conque sale al mundo y actúa en él.
     En la sombra habitan las pasiones, los deseos, los sueños y pesadillas, las ambiciones, los miedos, los terrores, que a veces  amenazan con emerger al plano de la conciencia antes de ser acallados, derivados, transvestidos y muchas otras veces, acaso las más, solo dicen presente cuando ya es tarde. Cuando hemos cedido a la ambición, cuando nos hemos corrompido, cuando hemos huido, cuando hemos robado, cuando hemos traicionado. Cuando hemos asesinado. Todo en el afán de huir de nuestra sombra.
Pero también en la sombra, como las pepitas de oro ocultas en el barro, hay aspectos y fortalezas de nosotros mismos que desconocemos, que no nos concedemos, que apreciamos en otros y no advertimos en nosotros. Y también suelen anunciarse (para nuestra propia sorpresa) en situaciones extremas, desesperadas, sin mañana. Con ellos, en un acto supremo, en un instante que es apenas un destello en la infinita negritud, dejamos una huella en la vida, salvamos otra vida, imponemos la dignidad en donde ella es una clamorosa ausencia, convertimos el miedo en valentía, la miserabilidad en esperanza.

Nuestros perdedores
      De todo ese material, de todo ese magma que es la sombra se nutre la novela negra. Sus perdedores nos representan. No porque pierdan, sino porque en el doloroso camino hacia su derrota muestran a su manera, su manera única, esa que suele hacerlos inolvidables, nuestra propia oscuridad. Sus derrotas nos duelen. Pero también nos alivian. Son nuestros héroes, porque se hacen cargo de bucear por nosotros en las aguas más profundas del alma humana, las aguas infestadas por emociones y deseos que tememos, las aguas que están en nosotros y a las que no nos atrevemos a descender  por miedo a no ser capaces de regresar a la superficie. Ellos lo hacen, ellos se hunden y nos muestran, cada uno a su manera (no dejemos de honrar a Tolstoi) lo que hay allí.
     Algunos lo hacen como detectives que van por las banquinas de la ley y del orden. Son los Spade, los Marlowe, los Archer y todos sus hijos y hermanos, que llegan siempre hasta el final, hasta la verdad. Se los podría llamar ganadores por ese hecho. Pero sus victorias son amargas derrotas, porque lo que de veras descubren es que esa odisea, la proeza de haber braceado en aguas infectas hasta alcanzar la orilla, no tiene premio, que lo que se llama justicia es el paraguas protector de los ricos, los bellos y los poderosos, que la sanción moral no es una práctica social, como si lo son la obsecuencia y la genuflexión, y que el crimen y la corrupción sí pagan. Y muy bien.
     Cuando se hace contacto con la propia sombra en el mar de la sombra social, no hay cinismo, dureza ni otra coraza que proteja de la caída. Las criaturas de cualquiera de las novelas de James Ellroy lo atestiguan sin piedad. Como las de Horace McCoy (¿Acaso no matan a los caballos?, Luces de Hollywood, Olvida el mañana) o David Goodis (Disparen sobre el pianista, Viernes 13) denuncian que lo más descartable que hay en la maquinaria brutal del capitalismo es el ser humano. Incluso en lo que aparenta ser la historia de un ascenso hay a menudo una caída, como ya se advertía en novelas primigenias, entre ellas El pequeño César, de William Burnett.
     Y hay caídas que, cuando tocan lo más profundo, encuentran la luz del amor. Ahí está como prueba el policía Fred Underhill, protagonista de Clandestino, de James Ellroy, quien tras un rápido ascenso por la escalera de la corrupción se hunde en la negrura más absoluta para emerger redimido, con profundas heridas y visibles cicatrices en el cuerpo y en alma. Entonces descubre, según sus propias palabras, cuán estrecho era su corazón cuando estaba intacto. Ahora se ha ensanchado. Donde el corazón de tantos ganadores glamorosos se contrae, el de los perdedores suele expandirse.

Dar testimonio
     Mientras los gobiernos rescatan a banqueros estafadores que siguen de banquete en banquete después de sus estafas a la sociedad, nadie vela por esas vidas han sido sacrificadas para el menú. ¿Quién se hace cargo de ellas? Siempre habrá un Petros Márkaris atento a rescatar tal memoria a través de una mirada y una presencia gris como la del comisario Kostas Jaritos. Cuando Markaris pinta a Grecia, su aldea, pinta al mundo. Y cuando en la novela negra se hecha luz en el alma de los perdedores, se ilumina la sombra de cada uno de nosotros.
      Los personajes que, como Jaritos, Marlowe, Archer, Montalbano o el periodista Germán, de la saga de Osvaldo Aguirre, no están allí para hablar de sí mismos en primer lugar. Como dice Ross MacDonald, están para testimoniar el compromiso emocional del autor con sus criaturas. El buen investigador y el buen escritor, afirma el autor de El martillo azul, El caso Galton, El otro lado del dólar y La piscina de los ahogados, entre otras, por momentos se olvidan de sí mismos, se hacen transparentes y se concentran en las personas cuyos problemas investigan. “Esa gente es para mí la cuestión principal, enfatiza MacDonald, porque con frecuencia están íntimamente relacionados conmigo y con mi vida”. Esa proyección hace emerger el contenido, el significado de otras vidas. Esto hace atractivos a los perdedores. Lo que dicen del que lee y del que escribe.
     Sus voces son necesarias hoy más que nunca, porque estamos en un mundo en el que no se admite perder. En el que para no ser sospechoso de haber sufrido una derrota se llega incluso a comprar victorias de cotillón, victorias que duran cinco minutos (los que la cámara o la duración de un trending topic brinden), victorias vacías que abonan el vacío existencial de quienes las protagonizan y de quienes las celebran. Estamos en el mundo de hay que ganar cueste lo que cueste o hay que ganar sea como sea. Esto se escucha a través de gritos estentóreos en las voces de políticos y deportistas, y se susurra en la intimidad de las relaciones personales. Este mensaje se transmite de arriba hacia abajo, se esparce a través de la publicidad y el marketing, tiñe la cultura, llega incluso a los oídos de muchos hijos desde las voces de sus padres. Un mundo feliz de ganadores que son como árboles sin raíces, porque las raíces de muchas de las victorias más reales, trascendentes y significativas están a menudo hundidas en las derrotas que las precedieron y las abonaron.
     A pesar de ser perdedores los personajes que portan la sombra en la novela negra, se resisten a la derrota del olvido. Su victoria es permanecer en la memoria, en la emoción de quienes los conocieron en la trama o en la lectura. Su victoria es defender, junto a sus colegas de las tragedias clásicas (como las de Shakespeare) ese espacio en el que el alma baja de las pasarelas luminosas y se hunde en donde palpita el espesor de las pasiones en las que podemos reconocernos y entendernos. 
     Mientras otras novelas se validan a través del género que las categoriza (románticas, históricas, políticas, fantásticas, eróticas) y terminan por parecerse unas a las otras dentro de su género, cada novela negra es universal a su manera. Escucho a personas que preguntan qué es “eso de novela negra”, uniendo en su expresión el temor y la sospecha. Otras dicen “a mí la novela negra no me gusta”, como esos chicos que afirman que tal alimento no les gusta aun sin haberlo probado jamás. No faltan críticos y aún escritores que la admiten como “género menor”, como quien da una moneda a ese pobre hombre sentado en la escalera del subte. Todos ellos ignoran que permanentemente leen y escriben novela negra. Y hay editores que publican novela negra sin saberlo o sin decirlo. Porque la novela negra es según los casos novela de amor (Mi ángel tiene alas negras, de Elliot Chaze), es novela erótica (”, de James Cain), es profunda crítica del capitalismo (El gran reloj, de Kenneth Fearing), es finísima comedia (Triste, solitario y final, de Osvaldo Soriano), es una exploración de lo sobrenatural (como en la serie de Charlie Bird Parker, de John Connolly), es histórica (Sólo una muerte en Lisboa, de Robert Wilson), puede ser un profundo y conmovedor tratado sobre la obsesión (Eva de James Hadley Chase). Y un clásico como El largo adiós, de Raymond Chandler, puede ser mucho de eso, y más, al mismo tiempo.

Ellos se cuentan
     Para concluir el caso que nos ocupa, quiero compartir algo de mi propio quehacer. Mi última novela, Noruega te mata (que en lo personal cierra una dolorosa brecha de 20 años de ausencia en el género) gira alrededor de un perdedor, Jimmy Flaherty, al que aprendí a amar como a un viejo amigo. Quizás porque fue amasado con las derrotas de varios amigos queridos y con mis propias derrotas. Jimmy me abrió las puertas de su sombra y me condujo por esos laberintos a medida que yo describía su odisea. Ocurre así, al menos en mi experiencia. Creemos conocer al personaje y tener una hoja de ruta de su historia, pero esta ilusión termina en cuanto escribimos la primera frase. A partir de ahí nuestras herramientas narrativas están a su servicio, como bien dice MacDonald.

     Los personajes se narran y al hacerlo nos confrontan con nuestra propia sombra y con las del mundo en que vivimos. Algo que a veces no logran los mejores psicoterapeutas, los mejores analistas políticos, los mejores sociólogos. Por eso los leemos, por eso los escribimos. Por eso, cada uno a su manera, estos perdedores, aunque son mortales, son eternos.

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