martes, 29 de septiembre de 2015

Psicópatas corporativos

Por Sergio Sinay

Son más de los que parecen, están enquistados en las empresas que manejan a los gobiernos y los efectos de sus acciones son devastadores para la sociedad. En estos días el caso VW los puso en el tapete.


     
Más de tres millones de autos (entre las marcas Volkswagen y Audi, ambos de la misma corporación) circulan por el mundo contaminándolo debido a que la empresa trampeó con los sistemas de control de emisión de gases tóxicos. Todo lo que se le ocurrió decir a Michael Horn, director ejecutivo de la firma en EE. UU., fue: “La embarramos”. Recuerda a esos asesinos (generalmente los femicidas) que después del crimen llaman a un amigo y dicen: “Me mandé una macana”. Que haya vidas humanas destruidas o amenazadas es lo de menos. El psicópata se saltea las nociones de bien y de mal, actúa por encima de ellas. Y Horn, tanto como Martín Winterkorn, el CEO de VW a nivel mundial, que renunció tras descubrirse el delito, encajan perfectamente en la categoría que el doctor en psicología Robert Hare describió como psicópata corporativo.
     Hare se ha dedicado especialmente a estudiar la psicopatía en general (es célebre su trabajo Sin conciencia: el inquietante mundo de los psicópatas que nos rodean) y a estos especímenes en particular. Tiene sus motivos. Ya en 2002 había detectado que la mitad de las grandes economías del mundo no correspondían a países, sino a corporaciones. El porcentaje no ha variado y acaso haya aumentado en favor de las grandes empresas, que, en definitiva, deciden sobre el destino de naciones y personas en la era de la economía de mercado.
El porcentaje de psicópatas en los altos cargos de las corporaciones, advierte Hare, es notablemente superior al de los que existen en la sociedad en su conjunto. Y sus características emulan y acentúan la de tantos psicópatas camuflados en el mundo común. Son superficialmente encantadores, tienen un alto concepto de sus propios merecimientos, son patológicamente manipuladores, no conocen el remordimiento, resultan emocionalmente superficiales e insensibles, carecen de empatía y jamás asumen responsabilidad por las consecuencias de sus acciones y decisiones. En cierto modo con estas características también se podría crear la categoría del psicópata político y aplicarla a gobernantes y candidatos, ya que estamos en épocas electorales.
     Lo habitual es que estos psicópatas salgan impunes de los desastres que pueden provocar (y provocan), agrega Hare, y que se lleven incluso algún premio. Allí están como prueba los altos ejecutivos de Lemman Brothers y de toda la banca que hundió al mundo en la peor crisis económica en un siglo (con secuelas de quiebras, suicidios, vidas y futuros destruidos) y no sólo se reubicaron y siguen libres, sino que, rescatados por los gobiernos que se postran ante las corporaciones (incluido el de EE.UU.), terminaron cobrando jugosísimas indemnizaciones y bonos. Su única falla fue haber sido descubiertos. Por lo demás, cumplieron con su tarea: permitir a las corporaciones ganar dinero, así sea a costa de la salud y vida de las personas o del planeta. Para eso los contratan.
      Cuando se lee que el nuevo CEO de Volkswagen, Matthias Müeller (trasladado desde Porsche) ve en esta situación “una oportunidad” para que la empresa renazca y se fortalezca, mientras otras autoridades de VW echan la culpa del crimen a “un pequeño grupo”, se entiende por qué Robert Hare consideró necesario estudiar y dar a conocer las características de la psicopatía corporativa y sus amenazas y costos para la sociedad.
     Cada vez que oímos sobre “responsabilidad social empresaria”, sobre lo que quieren, piden y esperan los mercados, sobre la influencia de éstos en decisiones gubernamentales que afectan a países enteros y millones de vidas, es tiempo de internarse en los estudios de Hare y de preguntar si nuestros destinos como personas, como ciudadanos, como usuarios están en manos de psicópatas corporativos. Si es así, también conviene recordar que el psicópata (de cualquier tipo) no suelta su presa hasta que ésta decide abandonar su condición de tal, como bien señala Marie-France Irigoyen en El acoso moral. Y en todas las condiciones que mencioné (persona, ciudadano, usuario), siempre hay algo para hacer y escapar al papel de presa. Desde no consumir sus productos, denunciarlos, negarse a jugar con sus reglas, ejercer el derecho de elección. Y muchas más. O, por el contrario, esperar amodorrados que sus acciones nos afecten y que entonces sea tarde.

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