jueves, 19 de mayo de 2016



El egoísmo rodante


Por Sergio Sinay

Cuando la publicidad transmite modelos de vida y pensamiento que empeoran que empeoran el mundo 







Poco después del triunfo bolchevique en Rusia, en octubre de 1917, Alisa Zinóvievna Rosenbaum, nacida en 1905, se exiliaba en los Estados Unidos con su familia. Con los años, nacionalizada estadounidense, sería autora de obras como El manantial y La rebelión de Atlas. También cambiaría su nombre por el de Ayn Rand. Así se convirtió en la mentora y deidad de lo que se conoce como egoísmo ético. Sin disimulo y sin pudor esta corriente aboga por un individualismo fundamentalista e implacable, rechaza toda idea de bien común o de limitación de los propios horizontes en bien de propósitos comunitarios. Los ve como una mutilación de la libertad y propone rebelarse ante eso sin miramientos. Sólo los zánganos y los mediocres, sostiene, pueden hablar de altruismo, cooperación, compasión, empatía y otras debilidades, gracias a las cuales se aprovechan para vivir del esfuerzo y la inteligencia de una minoría de individuos brillantes, tenaces, inteligentes, corajudos y bellos. Meritorios, en fin.

En el dogma de Rand pensar en los otros equivale a sacrificar la propia vida. No vale la pena. Quien ayuda a otro o se preocupa por él lo daña, sostenía esta filósofa, le dice que es incapaz de velar por sí mismo y, además, se entromete en una vida ajena. Lo mismo, según su argumento, hace el Estado cuando dicta leyes, las hace cumplir, cobra impuestos o arbitra la vida de una comunidad para resguardo del bien común. Rand exponía sus argumentos de una manera sencilla, elemental, furibunda y desvergonzada. Les decía a los egoístas recalcitrantes que está muy bien ser así y que no está mal pensar en uno mismo y en el propio bien. Por supuesto que no lo está, siempre y cuando ello ocurra en un marco donde se recuerde que todos somos apenas parte de un todo que nos significa y confirma. Pero el egoísta ético no se caracteriza solo por pensar en sí (cosa que todo ser humano debe hacer como principio elemental de supervivencia), sino por su incapacidad terminal de pensar en el otro, de registrarlo y reconocerlo, de percibir que le es necesario para su propia existencia (incluso para su propia existencia egoísta). En el egoísmo ético muchos valores sobran, estorban, perjudican al “más apto”, al “más fuerte”, al “mejor”.

Si donde Rand, fiel a sus ideas, escribe capitalismo, se leyera “nacionalsocialismo”, y donde dice “los más aptos, creativos e individualistas”, se leyera “arios”, “raza superior” y cosas parecidas, asomarse a sus libros provocaría cierto escalofrío. Ayn Rand (muerta en 1982) contó en su momento, y cuenta todavía, con legiones de seguidores, buena parte de los cuales están entre quienes tienen poder económico y político (el presidente Macri, sin ir más lejos, mencionó alguna vez a La rebelión de Atlas como su lectura favorita) o entre quienes aspiran a tenerlo. También entre quienes creen que el mundo sería extraordinario si no fuera porque existen los demás y sus necesidades.

En estos días un corto publicitario de General Motors activó las ideas de Raynd (mostrándolas como novedad propia, con un lenguaje ampuloso y pueril, como el de su autora original) para presentar el modelo Cruze de Chevrolet. Un coche, parece, solo para “meritócratas”. Es decir, para seres especiales, ajenos a la chusma de esforzados ciudadanos arrasados por minucias como la inflación desbocada, los aumentos salvajes, la angustia por el futuro y la negritud del horizonte de sus hijos. No es para gente que trabaja doce horas ni que ve morir sus sueños y proyectos porque todo, desde la suerte a las regulaciones, se les pone en contra, mientras se consume el tiempo de sus vidas y mientras tecnócratas teóricos, divorciados de la realidad, le explican por qué el dolor de hoy será el goce de mañana.

En el corto de Chevrolet las personas no parecen tales sino muñecos de siliconas, prototipos de una raza superior, y los escenarios semejan salidos de Un mundo feliz (la distopía imaginada por Aldous Huxley en 1931, mundo carente de dolor, frustración, deseo y vida). En su Introducción a la filosofía moral, James Rachels (1941-2003) recuerda que el egoísmo ético no responde a preguntas como ¿quién decide el mérito? y ¿qué me hace tan especial? Y apunta: “Al no contestar estas preguntas, resulta que es una doctrina arbitraria, como lo es el racismo”. En este caso es también egoísmo rodante.

lunes, 2 de mayo de 2016

En manos de príncipes y cortesanos

Por Sergio Sinay

Ninguna forma de comunicar sirve si desde el poder se olvida la existencia de las personas, sus necesidades y sus vivencias



Hace 25 años el historiador y ensayista canadiense John Ralston Saul, actual presidente del PEN Club Internacional (asociación mundial de escritores, fundada en 1921), publicó Los bastardos de Voltaire, un apasionante y apasionado embate contra las deformaciones de la razón en el mundo occidental y sobre sus consecuencias políticas, militares, económicas, científicas, sociales y culturales. Con notable erudición y una escritura límpida e inspirada, Ralston denuncia allí a quienes confunden política con gerenciamiento, democracia con absolutismo, comunicación con jerga, estrategia con empecinamiento ciego, república con reinado, y también a quienes, en todos los ámbitos  mencionados, olvidan y desprecian el valor de lo humano y convierten a las personas en números o medios para un fin.
Leído nuevamente un cuarto de siglo después el libro de Ralston Saul (autor también, entre varias obras que incluyen novelas, de La sociedad inconsciente, sólido e imprescindible complemento de Los bastardos) renueva y aumenta sus sólidos fundamentos y su vigencia. Allí señala que, a partir del siglo XVIII, con la irrupción del iluminismo, aparecieron en el escenario político los cortesanos. Fallidos y fundamentalistas abanderados de la razón, estos se pusieron al servicio del poder (para beneficiarse de él) y dieron lugar al nacimiento de las burocracias y tecnocracias. Burócratas y tecnócratas gestionan desde teorías y protocolos que se demuestran fracasados una y otra vez, pero ellos no lo reconocen así e insisten en forzar a la realidad en el intento de meterla, así sea a la fuerza, en moldes preconcebidos. Los costos son altos y no los pagan ellos: vidas, sueños, proyectos, enfrentamientos y rupturas sociales, guerras (en las que no combaten), catástrofes ecológicas, desmesuras científicas, crisis económicas terminales, crecimiento tecnológico desbocado y disfuncional.
Los cortesanos son la novedad frente a los príncipes. Mientras solo gobernaban los príncipes se hacía la voluntad de estos. Vidas, tierras y destinos personales y colectivos estaban a su merced, sus consejeros los avalaban y hasta las autoridades religiosas se les asociaban. Con el surgimiento de nociones como república, derechos y democracia irrumpen los cortesanos, y los príncipes cambian sus características. Son los gobernantes populistas y autoritarios de hoy que, como los príncipes de antaño, se proponen como figuras providenciales, portadoras de un derecho divino (que en este caso emana del dios “pueblo”) para intentar el poder eterno y absoluto.
Mientras el príncipe concentra y personaliza el poder, descree de la democracia aunque no olvida nombrarla, y se disfraza de héroe, el cortesano mantiene un perfil bajo, se mimetiza en gerencias, gabinetes, juntas directivas, equipos. No asume responsabilidades sobre fracasos económicos estrepitosos que profetizó como éxitos, anuncia guerras victoriosas que luego se pierden, presenta progresos tecnológicos que no mejoran en lo esencial ninguna vida además de degradar el medio ambiente, y no tiene reparos morales en avanzar hacia horizontes científicos peligrosos.
En tanto Occidente deambula entre príncipes y cortesanos, las vidas humanas, los destinos individuales y colectivos, son un difuso, oscuro y olvidado telón de fondo. La mirada de Ralston Saul nos abarca en el aquí y ahora. Buena parte de la discusión bizantina (en Bizancio, hacia el siglo IV, las sectas religiosas discutían larga y tediosamente cuestiones abstractas sin hallar solución) sobre la comunicación del actual gobierno, entra allí. El príncipe comunica mandatos providenciales y no deja lugar a discusión. Son edictos reales. El cortesano se considera especialista en cuestiones que el vulgo no domina y cree que explicárselas no tiene sentido y sería pérdida de tiempo. Pero para cubrir las apariencias termina por comunicarlo, aunque lo hace en una jerga que nada aclara. Príncipes y cortesanos desprecian, cada uno a su manera, la realidad sobre la cual el ciudadano (o el súbdito según el caso) de a pie no tiene dudas porque la vive. La comunicación no crea a la realidad. Sólo la muestra, la oculta o la distorsiona. Y esto lo hacen tanto príncipes como cortesanos.