El egoísmo rodante
Por Sergio Sinay
Cuando la publicidad transmite modelos de vida y pensamiento que empeoran que empeoran el mundo
Poco después del
triunfo bolchevique en Rusia, en octubre de 1917, Alisa Zinóvievna Rosenbaum,
nacida en 1905, se exiliaba en los Estados Unidos con su familia. Con los años,
nacionalizada estadounidense, sería autora de obras como El manantial y La rebelión de
Atlas. También cambiaría su nombre por el de Ayn Rand. Así se convirtió en
la mentora y deidad de lo que se conoce como egoísmo ético. Sin disimulo y sin pudor esta corriente aboga por un
individualismo fundamentalista e implacable, rechaza toda idea de bien común o de
limitación de los propios horizontes en bien de propósitos comunitarios. Los ve
como una mutilación de la libertad y propone rebelarse ante eso sin
miramientos. Sólo los zánganos y los mediocres, sostiene, pueden hablar de
altruismo, cooperación, compasión, empatía y otras debilidades, gracias a las
cuales se aprovechan para vivir del esfuerzo y la inteligencia de una minoría
de individuos brillantes, tenaces, inteligentes, corajudos y bellos. Meritorios,
en fin.
En el dogma de Rand
pensar en los otros equivale a sacrificar la propia vida. No vale la pena.
Quien ayuda a otro o se preocupa por él lo daña, sostenía esta filósofa, le
dice que es incapaz de velar por sí mismo y, además, se entromete en una vida
ajena. Lo mismo, según su argumento, hace el Estado cuando dicta leyes, las
hace cumplir, cobra impuestos o arbitra la vida de una comunidad para resguardo
del bien común. Rand exponía sus argumentos de una manera sencilla, elemental,
furibunda y desvergonzada. Les decía a los egoístas recalcitrantes que está muy
bien ser así y que no está mal pensar en uno mismo y en el propio bien. Por
supuesto que no lo está, siempre y cuando ello ocurra en un marco donde se
recuerde que todos somos apenas parte de un todo que nos significa y confirma. Pero
el egoísta ético no se caracteriza solo por pensar en sí (cosa que todo ser
humano debe hacer como principio elemental de supervivencia), sino por su
incapacidad terminal de pensar en el otro, de registrarlo y reconocerlo, de
percibir que le es necesario para su propia existencia (incluso para su propia
existencia egoísta). En el egoísmo ético muchos valores sobran,
estorban, perjudican al “más apto”, al “más fuerte”, al “mejor”.
Si donde Rand,
fiel a sus ideas, escribe capitalismo, se leyera “nacionalsocialismo”, y donde
dice “los más aptos, creativos e individualistas”, se leyera “arios”, “raza
superior” y cosas parecidas, asomarse a sus libros provocaría cierto
escalofrío. Ayn Rand (muerta en 1982) contó en su momento, y cuenta todavía,
con legiones de seguidores, buena parte de los cuales están entre quienes tienen
poder económico y político (el presidente Macri, sin ir más lejos, mencionó
alguna vez a La rebelión de Atlas
como su lectura favorita) o entre quienes aspiran a tenerlo. También entre
quienes creen que el mundo sería extraordinario si no fuera porque existen los
demás y sus necesidades.
En estos días un
corto publicitario de General Motors activó las ideas de Raynd (mostrándolas
como novedad propia, con un lenguaje ampuloso y pueril, como el de su autora
original) para presentar el modelo Cruze de Chevrolet. Un coche, parece, solo
para “meritócratas”. Es decir, para seres especiales, ajenos a la chusma de
esforzados ciudadanos arrasados por minucias como la inflación desbocada, los
aumentos salvajes, la angustia por el futuro y la negritud del horizonte de sus
hijos. No es para gente que trabaja doce horas ni que ve morir sus sueños y
proyectos porque todo, desde la suerte a las regulaciones, se les pone en
contra, mientras se consume el tiempo de sus vidas y mientras tecnócratas
teóricos, divorciados de la realidad, le explican por qué el dolor de hoy será
el goce de mañana.
En el corto de
Chevrolet las personas no parecen tales sino muñecos de siliconas, prototipos
de una raza superior, y los escenarios semejan salidos de Un mundo feliz (la distopía imaginada por Aldous Huxley en 1931, mundo
carente de dolor, frustración, deseo y vida). En su Introducción a la filosofía moral, James Rachels (1941-2003)
recuerda que el egoísmo ético no responde a preguntas como ¿quién decide el
mérito? y ¿qué me hace tan especial? Y apunta: “Al no contestar estas preguntas,
resulta que es una doctrina arbitraria, como lo es el racismo”. En este caso es
también egoísmo rodante.