lunes, 10 de abril de 2017

La oscuridad del prejuicio, la luz de la razón
Por Sergio Sinay

(Del nuevo libro La aceptación en un tiempo de intolerancia)




Si la equidad es la alternativa a una igualdad que no respeta las diferencias e impone reseros de falsa semejanza, ¿qué impide alcanzar esa equidad como un modo habitual de la convivencia? En primer lugar la equidad requiere reconocimiento de quién es el otro, de su singularidad. Para que ella exista es necesario que se acepte que no somos iguales, pero que eso no es excusa para la injusticia. Ver al otro es, en realidad mirarlo. Si nuestro sentido de la vista funciona, vemos. Es un fenómeno fisiológico. Si abrimos los ojos y hay luz, vemos, esto es independiente de la voluntad. Mirar, en cambio, requiere de la voluntad y de la conciencia. Mirar es discriminar lo que se ve, detectar sus características, apreciar su especificidad, sus particularidades. Y, a partir de allí, evaluar, reflexionar. Quien mira a otro, además de verlo, le confiere existencia.
Cuando dejamos de mirar a quien está ante nosotros, nace el prejuicio. En ese caso nos basta con ver para aplicarle nociones y definiciones establecidas de antemano. Si es pelirrojo, diremos “Como buen pelirrojo etc…”. Si es judío, concluiremos que, “como todos los judíos, etc…”. Si la que habla es una mujer nos apresuraremos a decir que su discurso es “típico de mujer”. Y, ante las actitudes de un hombre, se dirá que “Eso era lo que se podía esperar de un hombre”. En la lista entran los negros, los enanos, los gordos, los paraguayos, los bolivianos, los boquenses, los riverplatenses, los peronistas, los que no lo son. A poco que avancemos, entrará la Humanidad entera. Según donde cada uno esté parado, según lo que sea, lo que crea o lo que aspire a ser, disparará una conclusión inamovible, cerrada sobre alguien de características diferentes a él. Lo hará con la convicción de que es una verdad, una ley tan cierta e indesmentible como las leyes de la Naturaleza. Eso se llama prejuicio, y el prejuicio es enemigo mortal de la convivencia, del entendimiento, de la aceptación, de la cooperación.
Donde el prejuicio echa raíces la realidad retrocede, sus evidencias se disuelven en la oscuridad. Así como el juicio sobre cualquier persona, acontecimiento, cosa o circunstancia es el resultado de la reflexión, de la evaluación, de la comparación, de la comprobación (es decir de ese complejo, invalorable y decisivo proceso humano que se llama pensamiento), el prejuicio, por el contrario, prescinde de todos esos pasos, marcha por un atajo que exime de ejercitar el raciocinio. No ofrece una razón, no aporta pruebas ni se sostiene en evidencias demostrables, simplemente dispara conclusiones blindadas, herméticas. No admite contrapruebas porque lo desmoronarían, y al no hacerlo tampoco abre espacio a la confrontación, a la argumentación, a la discusión creativa y superadora.
El prejuicio estimula la pereza intelectual, empobrece el escenario de la experiencia y, de variadas maneras, oscurece la vivencia humana. Generalmente se sintetiza en frases que se citan como apotegmas. “Los argentinos somos derechos y humanos” (el que no es argentino pierde ambas categorías), “Las mujeres no entienden de política”, “Los santiagueños son vagos”, “El pueblo nunca se equivoca”, “Los villeros son ladrones”, “Los ricos son egoístas”, “La letra con sangre entra”, “Los hombres solo piensan en sexo”. Cada quien puede elaborar la lista de sus propios prejuicios tomando estos como ejemplo.  Y también la lista de los prejuicios que escuchó, los que leyó y aquellos de los que fue víctima. De paso, y con toda honestidad, no estaría demás que se preguntara qué prejuicios guían algunas de sus actitudes. Habrá, seguramente, una gran coincidencia en varios de esos listados. Al final de la jornada descubrimos que cohabitamos en una selva de prejuicios compartidos. Hay quienes aceptarán que lo son, hay quienes insistirán hasta la muerte en que son verdades de a puño.

El peligro de la mediocridad
Con esa extraordinaria capacidad de observación que tanto podía aplicar al funcionamiento del universo como a la captación del entramado humano, Albert Einstein manifestó alguna vez su tristeza ante el hecho de que resultara más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. (…) Joseph Goebbels (1897-1945), Ministro de Propaganda nazi entre 1933 y 1945, un auténtico psicópata manipulador, fue uno de los más expertos constructores y divulgadores de prejuicios que conoció la historia de la Humanidad. Describía así el mecanismo por el cual se instala un prejuicio: “Por regla general la propaganda opera siempre a partir de un sustrato preexistente, ya sea una mitología nacional o un complejo de odios y prejuicios tradicionales; se trata de difundir argumentos que puedan arraigar en actitudes primitivas”. En términos simples, explicaba cómo el prejuicio necesita de un terreno previamente fertilizado para enraizar y florecer. No se instala caprichosamente, hay un caldo de cultivo que puede haberse nutrido de mandatos familiares, de hábitos colectivos, de creencias y leyendas largamente repetidas, de rasgos de esa entelequia que suele denominarse “ser nacional”, de un determinado tipo de experiencias y vivencias repetidas, de adoctrinamientos religiosos, políticos o moralistas, de mensajes subliminales emitidos desde la publicidad, la educación o consejerías varías.
Esa fertilidad se encuentra en la mente de lo que José Ingenieros (1877-1925), llamaba el hombre mediocre. Médico, psiquiatra, docente, sociólogo y un iluminador filósofo moral hoy injustamente relegado, Ingenieros publicó en 1913  la obra en que estudia a ese espécimen. Describe al hombre mediocre como un individuo sin ideales, fácil presa de las tentaciones materiales, proclive a la hipocresía, ajeno al compromiso, buscador de atajos para evitar los caminos de la moral, obsecuente ante el poder y fácilmente manejable por los poderosos, intolerante, renuente a juzgarse y a la responsabilidad. Para Ingenieros ese modelo de hombre se reproducía con notable velocidad y se divulgaba hasta hacer masa crítica en la sociedad. El hombre mediocre tiene fanatismo y creencias, dice, pero no ideales. No piensa con su propia mente ni elabora sus propias ideas, agrega, sino que posterga sus atributos propios, se coloca a la sombra, busca la aprobación ajena y piensa, en fin, “con la cabeza de la sociedad”.
El filósofo sostenía que “la domesticación de los mediocres ha llegado a sus extremos”, y que estos, habiendo desertado del ejercicio de pensar, se entregan cómodamente a los prejuicios. “Los prejuicios son creencias anteriores a la observación; los juicios, exactos o erróneos, son consecutivos a ella”, sentencia. Su descripción es asombrosamente actual. Y podría decirse que genera escalofríos.

La ideología no es una enfermedad
(…) Hay una paradoja que no se puede obviar. Es imposible erradicar el prejuicio. La pretensión de no tener prejuicios sufre del mismo error que la aspiración a estar al margen de toda ideología. Tanto el prejuicio como la ideología son consecuencias naturales del hecho de estar vivos, de existir entre otros y de habitar el planeta. La conciencia que nos hace humanos nos permite registrar nuestra existencia individual, expresarnos como “yo”, decir “yo soy”, “yo siento”, “yo necesito”, “yo deseo”, “yo puedo”, “yo pienso”, “yo creo”, registrar sentimientos, comparar, evaluar, sacar conclusiones,  imaginar, proyectar, idear futuros, reflexionar sobre el pasado, analizar el presente, desarrollar la empatía. Un ser humano instrumentado de esa manera construye juicios sobre el universo que habita y del que forma parte. Para que no ocurriese así debería estar inerte, convertido en una cosa. Vivo y con conciencia, juzga. Juzga los acontecimientos, los escenarios, las personas, las interacciones humanas, la marcha del mundo. No puede no hacerlo, del mismo modo en que no puede contrariar la ley de la gravedad haciendo que un objeto arrojado al aire no caiga.
Un juicio es una conclusión que deviene naturalmente de lo vivido, de lo experimentado, de lo que se siente, de lo observado, de lo sentido. Un prejuicio es, a diferencia del juicio, una presunción sobre algo que aún no ha sido demostrado, y esa presunción acaso provenga de experiencias previas. O no. Puede ser importada, hija de una experiencia ajena que se asume como propia por diferentes razones (admiración, jerarquía, sumisión, temor, abducción, manipulación, obsecuencia, mandatos familiares, sociales, políticos o religiosos). El prejuicio suele ser el resultado de la pereza mental e intelectual, un atajo por el cual huir de la responsabilidad, de confrontar la realidad. Se trata de un molde en el que se intenta encajar a la realidad, así sea al costo de forzarla, deformarla, recortarla, desvirtuarla. Lo mismo da si se trata de un prejuicio en contra (los más comunes) o de uno a favor (a los que se intenta presentar como inofensivos y casi virtuosos, aunque no sean menos infieles respecto de lo real). Tenemos prejuicios, no estamos a salvo de ellos. Pero nuestro juicio puede (y debe) ayudarnos a detectarlos y desbaratarlos, del mismo modo en que el sistema inmunológico detecta virus y bacterias (que siempre existirán).
(…) De la misma manera en que prejuzgamos, también enjuiciamos. Enjuiciar no es, necesariamente, sinónimo de condenar. Es tener una posición fundamentada ante un hecho, una circunstancia, una persona. (…) Los seres humanos juzgamos. Sólo basta con decir “Me gusta” o “No me gusta”, respecto de lo que fuere para emitir un juicio. La producción de juicios es continua, incesante, en la medida en que cambian y se suceden las circunstancias y situaciones que atravesamos. Y la suma y articulación de esos juicios y de nuestras experiencias, vivencias y sentimientos dan como fruto una ideología. Ideología equivale a cosmovisión. Visión del mundo. Cada uno de nosotros tiene la propia, intransferible. Afirmar que se está al margen de cualquier ideología es una expresión ideológica, expresa una actitud ante el mundo, las personas y los hechos. Y es peligroso. Semeja a declararse como un recipiente vacío. Como tal está disponible para ser llenado con cualquier líquido o sustancia. Carecer de ideología no es algo de lo cual haya que enorgullecerse, puesto que manifiesta una falta de compromiso con la comunidad en que se vive e incluso con nuestros seres más cercanos. Tenemos una ideología a cerca del amor y la pareja. Acerca de la crianza y la educación de nuestros hijos. Acerca de la amistad y cómo vivirla. Pensamos sobre todas esas cuestiones, tenemos nuestras ideas acerca de ellas, contamos con argumentos para fundamentar esas ideas y actuamos en consecuencia.
(…) Las diferentes ideologías no deberían convertir a quienes las expresan en enemigos. Porque ellas no son un problema en sí. El problema es el ideologismo. Como suele ocurrir con los “ismos”, estos recortan la realidad, toman una parte de la misma, y transforman a esa parte en un todo hegemónico y excluyente. El resultado es el dogmatismo. Y, peor aún, el fundamentalismo (o sea el dogmatismo expresado como violencia física o emocional). Quienes presumen de pureza o de santidad por “carecer” de ideología, por estar al margen de ella o por discurrir por sus márgenes terminan por ser funcionales a la ideología de otros (expresadas como dogmas o fundamentalismos). (…) A Bertolt Brecht (1898-1956), el dramaturgo alemán que exploró a fondo las relaciones entre el arte y la política y sus consecuencias estéticas (entre sus obras se cuentan La ópera de dos centavos, Madre Coraje, Galileo Galilei y El señor Puntila y su criado), y que además creó lo que se conoce como teatro épico, se le atribuye un poema titulado El analfabeto político, en el que afronta con dureza esta cuestión. Este es su texto: “El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los frijoles, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales”.
(…)  ¿Cuál es la salida? El ejercicio de la reflexión, el uso del pensamiento crítico, la herramienta de la discriminación que permite separar paja de trigo, la observación, la atención. Y la honestidad intelectual y moral. Esto es, tener conciencia de que expresamos nuestra ideología y de que nos aproximamos a las situaciones, fenómenos y personas con nuestros prejuicios. En la medida en que no olvidemos esto contaremos con apertura y flexibilidad como para evaluar esa ideología y esos prejuicios en comparación con la realidad y con los que expresan los otros. Mantener la atención permite que trabajemos en la alquimia de procesar ideología y prejuicios en el caldero de la realidad y que se modifiquen (cuando eso sea necesario) y enriquezcan en el proceso. Estaremos más cerca de convivir en la diferencia de un modo nutricio cuando sepamos que nuestra verdad no es toda ni es la única verdad, sino un apenas un aspecto (expresado con honestidad y buena fe), una perspectiva de una verdad total que nunca alcanzaremos a percibir, aun cuando sepamos que existe.

Una luminosa incertidumbre
El filósofo y teólogo británico Alan Watts (195-1973). Watts, un adelantado en la integración de la filosofía occidental con la oriental, pensaba que existe una diferencia esencial entre creer y tener fe. Veía a la fe como un estado mental opuesto a la creencia. La creencia postula que la verdad tiene una forma única y esa forma es la que uno quiere o desea. “El creyente, escribe este pensador, abrirá su mente a la verdad a condición de que esta encaje con sus ideas y deseos preconcebidos”. A diferencia de esto, en la mirada de Watts, “la fe es una apertura sin reservas de la mente a la verdad, sea ésta lo que fuere”. En la fe no hay prejuicios, concepciones preestablecidas, se trata de avanzar en un terreno desconocido y es necesario para ello un enorme coraje espiritual, una abierta actitud de la mente y del corazón.
(…) Mientras con la fe ocurre aquello, la creencia busca certezas, seguridad, y si no las encuentra las construye y les da viso de verdad revelada. No admite vivir en la incertidumbre, en el misterio. La creencia es madre de los dogmas, y en los dogmas anida el virus del fundamentalismo. A las creencias se las acata, se las transmite, se las reproduce y tienen carácter de ley. Quien cree no cuestiona, no pregunta, no duda. Obedece el mandato. Y en nombre del dogma puede expulsar, descalificar, desacreditar, cerrar espacios a toda discusión. No necesita seguir investigando, no necesita evolucionar, enriquecer su pensamiento abriéndolo a distintos horizontes. La creencia instala una verdad única y excluyente, no hay lugar para otras, y si estas aparecen se instala la amenaza del enfrentamiento, de la intolerancia, de la guerra (en todas sus formas, desde la virulencia de la palabra, hasta la inclemencia destructora de las armas).
“La creencia se aferra, mientras la fe es un dejarse ir”, sintetiza Watts con precisión. (…) A la luz del pensamiento de Watts pareciera que las verdaderas cuestiones de fe no tienen que ver con el dogma sino con el misterio, con la fluidez del acontecer antes que con el prejuicio. Entendida así, la fe sería una celebración de la diversidad, un antídoto contra la in tolerancia, una iluminadora invitación a la aceptación.          
(…) Salir de la cárcel de las creencias ayuda a mirar el futuro y avanzar hacia él. Y a hacerlo desde diferentes puntos de partida. Las creencias tienen que ver con lo preconcebido, con lo imaginado, con lo que alguna vez fue (y se pretende que siga siendo, siempre igual, sin admitir evolución). La fe abre los ojos y la mente, ensancha los horizontes, ayuda a transformar campos de batalla en campos de encuentro, de integración de cooperación.

“La diferencia entre paisaje y paisaje es poca, pero hay una gran diferencia entre los que lo miran”, advertía Ralph Waldo Emerson (1803-1882), filósofo, pastor y poeta, uno de los fundadores del trascendentalismo, poderoso movimiento que hacia mediados del siglo XIX proponía celebrar al hombre como centro del universo y, desde ahí, zambullirse, en la naturaleza, en la contemplación, trascender la conciencia individual. (…)En su frase podemos leer que mientras el mundo que habitamos es el mismo para todos, los ojos que lo observan son siempre únicos y diferentes. Enfrentarnos por establecer solo una de esas miradas como la verdadera degrada y empobrece la existencia de todos.

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