martes, 13 de noviembre de 2018

¿Otra vez la misma historia?

Por Sergio Sinay

El ensayista y novelista indio Pankaj Mishra presenta un profundo, lúcido e inquietante ensayo sobre los parecidos entre el mundo actual y el de finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte, cuando se incubaba la etapa más sangrienta de la historia humana




La historia no marcha en línea recta, sino en círculos. Es difícil no compartir esta afirmación del ensayista y novelista indio Pantaj Mishra, desplegada en su ensayo La edad de la ira. El florecimiento de los Trump, los Bolsonaro, los populismos de derecha e izquierda en todo el planeta, el Brexit, el ascenso de la derecha xenófoba en Italia y Austria, el terrorismo desquiciado de ISIS y otros fenómenos que ensombrecen el planeta y lo cubren de miedo, odio, violencia y paranoia se explica a partir de argumentos que Mishra (colaborador del londinense The Guardian, de The New Yorker y de The New York Review of Books, y ganador del prestigioso Premio Windham-Campbell a la no ficción) desgrana con notable erudición, con un estilo preciso y al mismo tiempo apasionado y con un foco que jamás se desvía.
 El ensayista, radicado hoy en Londres, sostiene que las promesas de mejores condiciones de vida, igualdad, justicia, libertad irrestricta, progreso continuo, y un futuro mejor, nacidas con el Iluminismo en el siglo dieciocho, y fortalecidas a partir de ahí por el capitalismo y la democracia liberal, no solo no se cumplieron y fueron traicionadas, sino que apenas funcionaron para unas minorías cada vez más opulentas, más ambiciosas, más inmorales e inescrupulosas y más indiferentes a los padecimientos colectivos. De ese incumplimiento fueron, y son, cómplices tanto políticos como intelectuales, economistas, periodistas, gurúes del individualismo narcisista y fanáticos de una tecnología desvinculada de las verdaderas y esenciales necesidades humanas.
En las últimas tres décadas del siglo dieciocho, coincidentes con el auge del colonialismo, se hizo patente que el futuro no estaba en donde se lo había ofrecido, que directamente no existía para grandes masas de poblaciones hambreadas y desesperanzadas, así como para jóvenes sin porvenir a la vista, que fueron entonces presas de las promesas mesiánicas de quienes de quienes se oponían al sistema económico y político que entonces se globalizaba con el auge de los transportes y las comunicaciones. Se reprodujeron así los atentados anarquistas y los magnicidios en Europa e incluso Estados Unidos, porque se trataba de terminar con lo existente a cualquier precio (sobre todo el de vidas) dado que la violencia sería partera de una nueva historia. No importabaponían al sistema económico y político que entonces se globalizaba con el auge de los transpor qué historia. Se descontaba que resultaría mejor. Pero el resultado fue la Primera Guerra Mundial, la más sangrienta en la memoria humana hasta entonces.
 De ella no nació un mundo nuevo, sino nuevas opulencias, un nuevo reparto de la geografía, nuevas miserias y las condiciones para algo aun peor. La Segunda Guerra. A esta sí, en una apariencia de aprendizaje, le siguió la era del estado de bienestar, breve lapso que caducó a partir de los años 80 del siglo veinte con la expansión del neoliberalismo. Neo porque pone el acento solo en lo económico y posterga o desecha otras consignas del liberalismo clásico, como la libertad, la mayor felicidad para la mayor cantidad de personas, el valor de las instituciones democráticas. Muchas de estas condiciones estorban en el nuevo paradigma y, de hecho, según apunta Mishra, incluso en los países avanzados las instituciones democráticas flaquean hoy, más allá de los discursos. En este contexto las desigualdades actuales son brutales, y al resentimiento nunca saldado de los marginados de siempre se le agrega el de nuevas generaciones sin futuro y sin visión de sentido para sus existencias. Nihilismo, individualismo feroz, nacionalismo mesiánico, y la extensión de idearios psicóticos a cargo de psicópatas que se arrogan misiones divinas a través de tecnologías de conexión descontroladas, crean la versión 3.0 de aquel clima tóxico y ominoso del final del siglo diecinueve y comienzo del veinte. Lo que va del veintiuno, afirma Mishra, trae en la forma de Trump, Bolsonaro, ISIS y todo lo nombrado anteriormente el anuncio de una sombría circularidad histórica. Se trata de frenar aquí y dejar de hacer maníacamente lo mismo o temer un inminente final, dice Mishra evadiendo fatuos optimismos. El que avisa no es traidor

lunes, 22 de octubre de 2018


“LA HORA DE CLASE”, O LA EDUCACIÓN COMO UN ACTO DE AMOR

Por Sergio Sinay





A quienes sientan preocupación por el sentido real y profundo de la educación y piensen que esta va mucho más allá de la simple transmisión de información pre masticada y pre digerida, y también más allá de “actualizaciones” formales, superficiales y sin valor trascendente, como llenar las escuelas de computadoras o confundir el uso de celular con un adelanto educativo, les recomiendo enfáticamente la lectura de “La hora de clase”. El autor de este ensayo es el psicoanalista italiano Massimo Recalcati, que a su vez es también docente universitario.
Recalcati rescata la razón de ser de la educación, pone el acento en el valor que tiene en ella el vínculo humano, avanza con sólidos argumentos contra los experimentos tecnocráticos y burocráticos que vacían a la educación de toda trascendencia y la reducen a la simple producción de estadísticas oficiales o de mano de obra para las necesidades del mercado (esto se esconde detrás de esa falacia llamada “sociedad del conocimiento”).
Básicamente, demuestra este autor, la educación empieza en alguien que ama lo que enseña y que ama a aquel a quien enseña. Este amor se traduce en actos cotidianos durante la experiencia compartida. Y revierte en el amor del alumno al docente. Pero no se trata de amar al docente (aunque esto vale), sino a lo que este enseña, es decir a aquello que va a dejar en el alumno como herramienta para la vida. Por todo esto, dice Recalcati, cada hora de clase tiene un valor incalculable y lo que ocurre en ella, entre personas presentes, sin estériles y vacuas mediaciones tecnológicas, es una experiencia única e intransferible.
Recalcati fundamenta sus ideas con argumentos claros, sólidos y expuestos con un lenguaje de una belleza conmovedora. Y culmina el libro (breve y sustancioso) con una emocionante evocación de la maestra que lo rescató de su destino de pésimo estudiante y no solo lo apasionó por la posibilidad de aprender, sino que lo ayudó a ser una mejor persona.

lunes, 3 de septiembre de 2018


La política y sus traidores 
por Sergio Sinay


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Un general avanza peligrosamente mientras el gobierno empantana al país con sus dislates y furcios económicos y la oposición peronista (toda) protege a la jefa espiritual de los corruptos. El que avanza es el general descontento. Sus tropas incluyen el enojo, el malestar, la decepción y la desesperanza. Varios estudios y encuestas conocidos en los últimos días indican que la imagen de gobernantes, funcionarios, opositores, virtuales candidatos y demás ejemplares de la fauna política no cesa de caer. En algunos casos más, en otros menos pero, como el peso, cotizan a la baja. Diecisiete años después de 2001, el descontento de hoy no aparenta ser explosivo como el de entonces. Por una parte, la realidad demostró cómo “que se vayan todos” se traduce en que todos se quedan, envueltos en sus trajes de amianto y confiados en la dureza de sus caras. Se quedan, transmutan (muchos ni eso) y reinciden. Según una de esas encuestas (Grupo de Opinión Pública) un 45% de los consultados busca en vano una alternativa fuera de las caras conocidas. Según otra (Opinaia), un 70% cree que todos los políticos son corruptos y no confía en la política. “Allí donde los hombres conviven en un sentido histórico-civilizatorio, hay y ha habido siempre política”, afirma la ineludible Hannah Arendt (1906-1975), en La promesa de la política (Paidós). Desconfiar de la política sería, entonces, como abdicar de la posibilidad humana de convivir. Desde el momento en que la diversidad es característica esencial de la especie, naturalmente habrá siempre ideas, opiniones, prioridades, intereses, creencias y cosmovisiones distintas. La supervivencia dependerá de la posibilidad de articularlas. Eso es la política. Su misión y su fin “es asegurar la vida en el sentido más amplio”, dice Arendt. “Es ella quien permite al individuo perseguir en paz y tranquilidad sus fines”. No puede haber libertad sin política y viceversa, señala la pensadora. La política es un ámbito que permite dar durabilidad a los asuntos humanos, continúa. Esto significa un ámbito que permita la trascendencia, ir más allá de lo inmediato, andar en dirección de una visión. La promesa de la política es la de aprender a vivir juntos en lo diverso, de organizar comunidades esenciales a partir del caos absoluto de las diferencias, Arendt dixit. Todo ámbito compartido (la pareja, la familia, un consorcio, el trabajo, un barrio, todo tipo de organización, independientemente de su fin) es un ámbito político en el que se toman decisiones políticas. Desentenderse de la política o no creer en ella es como autoexiliarse de lo humano o no creer en su posibilidad. Por esto es muy grave la traición a la promesa de la política. La corrupción es una traición imperdonable. La manipulación de los instrumentos políticos en función de intereses personales, corporativos o sectoriales también lo es. El sometimiento de la política a la economía (al totalitarismo de mercado) es una traición de alto grado. Del mismo modo que el desprecio por la política o el asumir funciones de gobierno (incluso las más altas) siendo políticamente ignorante y, más aún, exhibiendo esa ignorancia como un mérito. El general descontento avanza con sus tropas sobre el terreno previamente depredado por quienes traicionan y vienen traicionando a la política, desvirtuando su promesa, usando su nombre en vano. O peor, valiéndose de su nombre para empeorar y envilecer la vida de la comunidad. Quienes traicionan a la política no tienen pudor en usar palabras como “pueblo”, “felicidad”, “patria”, “gente”, “futuro”, “verdad”. Para ellos estas palabras son solo cebos, carnadas. Hay quienes pican porque, como dice Arendt, “sufrimos menos cuando quedamos atrapados en los movimientos totalitarios o en los ajustes de la psicología moderna”. O cuando compramos promesas de brotes verdes que nunca florecen. Pero, advertía la filósofa, con la facultad de sufrir se pierde también la virtud de resistir. Y perdida esa virtud, todo el campo es de los traidores a la política. (Fuente www.perfil.com). 

lunes, 12 de marzo de 2018

Anticipo del libro 
El amor sólido en tiempos líquidos



Amores que se consolidan en el tiempo, que trascienden lo inmediato. Árboles cuyas raíces no cesan de viajar hacia lo profundo y cuyos frutos son más nutricios en cada cosecha. No son árboles aislados, solo que, en un mundo bullicioso, bochinchero, sin tiempo para observar y reflexionar, sin espacio para exponer lo que no es banal, terminan por integrar bosques que pasan inadvertidos (…) Se le llama amor a la vanidad y al narcisismo, se mira con sorna a los amores que se construyen en silencio, con acciones. A los que duran en el tiempo se los considera despectivamente rutinas o costumbre, se prefiere la montaña rusa emocional (un viaje a ninguna parte, un simple shot de adrenalina) antes que el tren que atraviesa variados paisajes, tanto bellos como áridos, pero viaja hacia un destino, se mueve en el tiempo y en el espacio.
No son árboles solitarios. Constituyen bosques, aunque no se observen a simple vista. Hay muchos empeñados en construir amor del bueno y darle trascendencia en el tiempo, en devolverle al amor su sentido y su significado, desgastado por la mala praxis en un mundo de voracidad material, de tiempo en fuga, de deseos insaciables, de necesidades olvidadas, de inconstancia, de horror al compromiso y a la responsabilidad, un mundo en donde el otro se ha ido desdibujando hasta desaparecer. Un mundo de soledad sin alteridad, de simulacros de encuentro. En ese mundo líquido existen y son posibles, pese a todo, los amores sólidos.
No son, hay que decirlo pronto, amores mágicos. No se venden hechos, no se encargan por internet ni por teléfono, no son instantáneos, no vienen en pastillas ni son inyectables. No dependen de hechiceros portadores de fórmulas prodigiosas que duran solo hasta la próxima desilusión (aunque estos gurúes no dejen de multiplicarse, disfrazados con diferentes trajes y títulos). Transcurren en la vida tal como es. Esto significa que a cada paso se encuentran con una circunstancia que exige respuesta. Una respuesta que se debe dar a través de acciones y decisiones. Y que tendrá consecuencias. Las decisiones no siempre serán fáciles, porque no dependerán de una persona, sino de dos. Cada respuesta encierra potencialmente una negociación, y cada negociación una revisión del contrato afectivo que une a la pareja. A veces las decisiones son dolorosas, significan resignación, sacrificio, delegación, postergación.
(…) Es en la realidad en donde el amor se consolida, no en el deseo, en la ilusión, en la fantasía o en leyendas mágicas. Habrá que recordar todas las veces que fuere necesario que el amor es un punto de llegada y no un punto de partida. Que se comienza enamorado de alguien y se termina amándolo. O no. En el segundo caso no queda nada de qué hablar, nada hay para contar. Simplemente el enamoramiento cumple su ciclo de ilusión y cuando la persona imaginada desciende del cielo de la fantasía y, en la tierra de lo cotidiano, empieza a ser una persona real, el encanto finaliza y la historia termina.
Distinto es todo cuando los enamorados aceptan el desafío de conocerse no solo en sus buenos sino también en sus malos humores, cuando no temen auscultar el lado oscuro del otro ni clausuran la entrada a su propio sótano, cuando comparten el camino, aunque no sea solo un sendero de rosas sino también un lecho de espinas, cuando además de sus aspectos encantadores pueden encontrarse con sus perfiles desagradables y no huir por ello. Cuando dejan sus ropajes de príncipes y princesas y, en ropa de fajina, empiezan a cavar bajo el sol ardiente e impiadoso los cimientos del edificio afectivo que se proponen construir, y cuando tienen incluso que apartarse de los planos porque el terreno presenta dificultades inesperadas, pero no por eso impide el proyecto.
El proceso de mutuo conocimiento no es teórico. Tampoco se cumple a través del relato de sí mismo que cada uno entrega al otro. Se trata de una práctica de tiempo completo y se ejecuta en las circunstancias de la vida real. Conocer al otro es descubrirlo en sus rabietas y en sus esfuerzos, en sus conocimientos y en sus imposibilidades, en sus buenos y malos hábitos, en sus fortalezas y debilidades, en sus dudas y certezas, en su santidad y en sus aspectos diabólicos. Es asistir a lo inesperado de su ser, que a veces nos puede maravillar y otras sumirnos en la angustia. Nada de eso puede ocurrir a distancia, a través de pantallas, en quirófanos asépticos, en la mente o en los sueños. Además, no es instantáneo, no es mágico, no tiene instructivos. Requiere tiempo, presencia, paciencia, ojos y corazón abiertos. Pide abandonar los prejuicios en la puerta. El otro, como uno mismo, exige, con su sola existencia, que no se lo compare con otros anteriores, reales, soñados o imaginarios, sino que se lo mire y registre como quien es.
Mucho de esto, y en ocasiones todo, es un proceso de aprendizaje. Puede ocurrir que jamás se haya tenido la ocasión de experimentarlo o podría ser que nos hubiéramos negado a ello en vínculos anteriores. El aprendizaje es simultáneo y compartido. Y cada uno es el maestro del otro. Porque todo amor verdadero es amor encarnado. Es decir, se ama a alguien que existe, que está ahí, ante nosotros, no a una abstracción, a un ideal inasible. De manera que no hay fórmulas universales, ni recetas que les quepan a todos independientemente de su sagrada e intransferible individualidad.
Todas estas razones hacen del amor un punto de llegada. Es necesario emprender el viaje y cumplir el itinerario para llegar al momento en el que aquellos enamorados del principio acceden al amor. Luego habrán de seguir cultivándolo cada día. El amor es un hogar que, como todos los hogares que se precien, necesita un permanente mantenimiento. Para que luzca sólido, acogedor, nutricio habrá que entregarse a la tarea de continuar alimentándolo con razones, significados, visiones, propósitos. Los amores sólidos, que echan raíces en el tiempo, se construyen y reafirman cada día.
Esos amores son el tema de este libro. Y lo son porque existen. Solo que es inútil todo intento de conseguirlos hechos, de adquirirlos prefabricados. No son instantáneos, no se los alumbra desde la ansiedad, desde la impaciencia ni desde la levedad. Son amores que se construyen a contrapelo de las modas, de las recetas, de la intolerancia. Son reales, no imaginarios, ajenos a las fantasías que se disuelven ante el primer obstáculo, a las idealizaciones que no soportan la confrontación con la realidad.
Los amores sólidos no son chillones, no se declaman, no se exhiben en las vidrieras de la vanidad. Son, en fin, amores que brillan como faros en las noches oscuras de la fugacidad y la banalidad. Que se sostienen firmes ante el oleaje de lo superfluo. Y porque son reales y posibles es que merecen que se hable de ellos, que se los homenajee, que se aprenda de su existencia. Y que no se los confunda con tanta oferta engañosa, carente de raíces, con tanto relato oportunista acerca de placebos que se presentan como amor y solo lo alejan o lo postergan. Lo licuan. Por eso, estas páginas se destinan a diferenciar lo líquido de lo sólido, y lo hacen en homenaje al amor que permanece.