Anticipo del libro
El amor sólido en tiempos líquidos
Amores que se
consolidan en el tiempo, que trascienden lo inmediato. Árboles cuyas raíces no
cesan de viajar hacia lo profundo y cuyos frutos son más nutricios en cada
cosecha. No son árboles aislados, solo que, en un mundo bullicioso,
bochinchero, sin tiempo para observar y reflexionar, sin espacio para exponer
lo que no es banal, terminan por integrar bosques que pasan inadvertidos (…) Se
le llama amor a la vanidad y al narcisismo, se mira con sorna a los amores que
se construyen en silencio, con acciones. A los que duran en el tiempo se los
considera despectivamente rutinas o costumbre, se prefiere la montaña rusa
emocional (un viaje a ninguna parte, un simple shot de adrenalina) antes que el tren que atraviesa variados
paisajes, tanto bellos como áridos, pero viaja hacia un destino, se mueve en el
tiempo y en el espacio.
No son árboles
solitarios. Constituyen bosques, aunque no se observen a simple vista. Hay
muchos empeñados en construir amor del bueno y darle trascendencia en el tiempo,
en devolverle al amor su sentido y su significado, desgastado por la mala
praxis en un mundo de voracidad material, de tiempo en fuga, de deseos
insaciables, de necesidades olvidadas, de inconstancia, de horror al compromiso
y a la responsabilidad, un mundo en donde el otro se ha ido desdibujando hasta
desaparecer. Un mundo de soledad sin alteridad, de simulacros de encuentro. En
ese mundo líquido existen y son posibles, pese a todo, los amores sólidos.
No son, hay que decirlo
pronto, amores mágicos. No se venden hechos, no se encargan por internet ni por
teléfono, no son instantáneos, no vienen en pastillas ni son inyectables. No
dependen de hechiceros portadores de fórmulas prodigiosas que duran solo hasta
la próxima desilusión (aunque estos gurúes no dejen de multiplicarse,
disfrazados con diferentes trajes y títulos). Transcurren en la vida tal como
es. Esto significa que a cada paso se encuentran con una circunstancia que
exige respuesta. Una respuesta que se debe dar a través de acciones y
decisiones. Y que tendrá consecuencias. Las decisiones no siempre serán fáciles,
porque no dependerán de una persona, sino de dos. Cada respuesta encierra
potencialmente una negociación, y cada negociación una revisión del contrato
afectivo que une a la pareja. A veces las decisiones son dolorosas, significan
resignación, sacrificio, delegación, postergación.
(…) Es en la realidad
en donde el amor se consolida, no en el deseo, en la ilusión, en la fantasía o
en leyendas mágicas. Habrá que recordar todas las veces que fuere necesario que
el amor es un punto de llegada y no un punto de partida. Que se comienza
enamorado de alguien y se termina amándolo. O no. En el segundo caso no queda
nada de qué hablar, nada hay para contar. Simplemente el enamoramiento cumple
su ciclo de ilusión y cuando la persona imaginada desciende del cielo de la
fantasía y, en la tierra de lo cotidiano, empieza a ser una persona real, el
encanto finaliza y la historia termina.
Distinto es todo cuando
los enamorados aceptan el desafío de conocerse no solo en sus buenos sino
también en sus malos humores, cuando no temen auscultar el lado oscuro del otro
ni clausuran la entrada a su propio sótano, cuando comparten el camino, aunque
no sea solo un sendero de rosas sino también un lecho de espinas, cuando además
de sus aspectos encantadores pueden encontrarse con sus perfiles desagradables
y no huir por ello. Cuando dejan sus ropajes de príncipes y princesas y, en
ropa de fajina, empiezan a cavar bajo el sol ardiente e impiadoso los cimientos
del edificio afectivo que se proponen construir, y cuando tienen incluso que
apartarse de los planos porque el terreno presenta dificultades inesperadas,
pero no por eso impide el proyecto.
El proceso de mutuo
conocimiento no es teórico. Tampoco se cumple a través del relato de sí mismo
que cada uno entrega al otro. Se trata de una práctica de tiempo completo y se
ejecuta en las circunstancias de la vida real. Conocer al otro es descubrirlo
en sus rabietas y en sus esfuerzos, en sus conocimientos y en sus
imposibilidades, en sus buenos y malos hábitos, en sus fortalezas y
debilidades, en sus dudas y certezas, en su santidad y en sus aspectos
diabólicos. Es asistir a lo inesperado de su ser, que a veces nos puede
maravillar y otras sumirnos en la angustia. Nada de eso puede ocurrir a
distancia, a través de pantallas, en quirófanos asépticos, en la mente o en los
sueños. Además, no es instantáneo, no es mágico, no tiene instructivos.
Requiere tiempo, presencia, paciencia, ojos y corazón abiertos. Pide abandonar
los prejuicios en la puerta. El otro, como uno mismo, exige, con su sola
existencia, que no se lo compare con otros anteriores, reales, soñados o
imaginarios, sino que se lo mire y registre como quien es.
Mucho de esto, y en
ocasiones todo, es un proceso de aprendizaje. Puede ocurrir que jamás se haya
tenido la ocasión de experimentarlo o podría ser que nos hubiéramos negado a
ello en vínculos anteriores. El aprendizaje es simultáneo y compartido. Y cada
uno es el maestro del otro. Porque todo amor verdadero es amor encarnado. Es
decir, se ama a alguien que existe, que está ahí, ante nosotros, no a una
abstracción, a un ideal inasible. De manera que no hay fórmulas universales, ni
recetas que les quepan a todos independientemente de su sagrada e
intransferible individualidad.
Todas estas razones
hacen del amor un punto de llegada. Es necesario emprender el viaje y cumplir
el itinerario para llegar al momento en el que aquellos enamorados del
principio acceden al amor. Luego habrán de seguir cultivándolo cada día. El
amor es un hogar que, como todos los hogares que se precien, necesita un
permanente mantenimiento. Para que luzca sólido, acogedor, nutricio habrá que
entregarse a la tarea de continuar alimentándolo con razones, significados,
visiones, propósitos. Los amores sólidos, que echan raíces en el tiempo, se
construyen y reafirman cada día.
Esos amores son el tema
de este libro. Y lo son porque existen. Solo que es inútil todo intento de
conseguirlos hechos, de adquirirlos prefabricados. No son instantáneos, no se
los alumbra desde la ansiedad, desde la impaciencia ni desde la levedad. Son
amores que se construyen a contrapelo de las modas, de las recetas, de la
intolerancia. Son reales, no imaginarios, ajenos a las fantasías que se
disuelven ante el primer obstáculo, a las idealizaciones que no soportan la
confrontación con la realidad.
Los amores sólidos no
son chillones, no se declaman, no se exhiben en las vidrieras de la vanidad.
Son, en fin, amores que brillan como faros en las noches oscuras de la
fugacidad y la banalidad. Que se sostienen firmes ante el oleaje de lo
superfluo. Y porque son reales y posibles es que merecen que se hable de ellos,
que se los homenajee, que se aprenda de su existencia. Y que no se los confunda
con tanta oferta engañosa, carente de raíces, con tanto relato oportunista
acerca de placebos que se presentan como amor y solo lo alejan o lo postergan.
Lo licuan. Por eso, estas páginas se destinan a diferenciar lo líquido de lo
sólido, y lo hacen en homenaje al amor que permanece.